Adriana del Castillo: «un español no…, yo soy una insurrecta…»

Ilustración tomada del libro Locura de amor, de Renée Méndez Capote. Foto: Renée Méndez

Dijo la patriota bayamesa cuando se encontraba agonizando en manos de las fuerzas del poder colonial español

El 14 de octubre de 1868 es día de inusitado movimiento en Bayamo. Los rumores de la derrota de Céspedes en Yara; la proclama revolucionaria repartida por Luis Figueredo, que irrumpe a caballo en plena ciudad de completo uniforme de oficial del Ejército Libertador, y atraviesa Bayamo de un extremo a otro arrebatando a los cubanos y dejando atónitos a los españoles; el alzamiento de Perucho Figueredo, Donato Mármol y Maceo Osorio, y la prisión de tres jóvenes separatistas destacados, mantienen a la población en alarmante estado de excitación.

Las mujeres se asoman a puertas y ventanas reclamando de las personas adictas noticias del movimiento, que empezó hace cuatro días en La Demajagua. Muchos de los hombres comprometidos se han ido ya, aprovechando las sombras de la noche, y los que quedan se disponen a marchar hoy mismo, antes que las autoridades españolas, que desconfían de todos los cubanos, los detengan. (…).

La multitud crece; se va enardeciendo el sentimiento cubano. La guardia civil quiere esquivar el grupo que sigue a los presos. Toman por la calle del Comercio, cogen por el callejón del Marqués, vuelven a desandar lo andado y pretenden recorrer a marcha forzada la calle de la Cruz Verde.

Esta es la calle de Adriana del Castillo. En la amplia sala de la casa, rodeada de mujeres, prepara vendajes, hace hilas, organiza pequeños botiquines de urgencia que, en silencio, burlando la vigilancia de las autoridades, hace ya tiempo que están saliendo para el monte, a ser almacenados en lugares seguros de la serranía. Y Adriana del Castillo solo tiene diecisiete años. Es una bayamesa amasada con fuego y mariposas (…). Ha sido un «enlace» constante y discreto, pero hoy la situación de Bayamo exige de los cubanos el valor de declararse abiertamente partidarios de la independencia.

La revolución avanza. (…). Carlos Manuel de Céspedes se esfuerza por asegurar la situación. El día 21 de octubre toman los cubanos a Bayamo. En la casa de Luz Vázquez, viuda del Castillo, hay instalado un hospital de sangre, al frente del que está rindiendo una labor de heroica e incansable abnegación su hija Adriana. Solo menos de tres meses permanece la ciudad en poder de los nuestros. El 27 de diciembre llega por la vía de Tunas la noticia de que el Tigre de Zarragoitía [Valmaseda], que el diablo haya en sus garras, viene de Camagüey de paso para Oriente. (…).

Tan inesperado es el ataque, que los insurrectos tienen que internarse en los bosques bajo un terrible fuego de artillería. En la sabana La Caridad, el 7 de enero, se traba un combate que dura toda la noche, con innumerables bajas por ambas partes. (…). Las fuerzas cubanas, diezmadas, agotadas, no pueden impedir que caiga el enemigo sobre Bayamo.

La derrota siembra el dolor en las familias bayamesas. Sin vacilación, deciden quemar la ciudad y con ella todas sus pertenencias. Sueltan el ganado de los corrales, ahuyentan los perros hacia el monte. Hacen grandes piras con joyas, muebles, ropas, cuadros, cortinajes y objetos de arte. Las mujeres se encargan de prender las hogueras. Adriana del Castillo da el ejemplo. Por su propia mano pone fuego a la casa de sus padres. Queman a Bayamo, cantando el himno de Perucho Figueredo, y huyen a los montes. (…). Luz Vázquez, con sus tres hijas, la mayor de las cuales es Adriana, vive errante por los maniguales muy cerca de dos años. Tiene tres hijos varones entregados a la guerra; Pompeyo, el mayor, murió la víspera de la toma por los españoles de las cenizas aún ardientes de Bayamo.

Las cuatro mujeres soportan miserias sin cuento. Han dormido muchas noches a la intemperie, pasado muchos días sin comer, carecido casi en absoluto de ropa. (…). Los quince años de Lucila no han resistido a las privaciones y ha contraído la tuberculosis, y Adriana está muriéndose de fiebre tifoidea.

La madre agoniza de dolor velando a las dos enfermas y contemplando cómo Leonela, que es una niña pequeña, sigue el mismo camino doliente de las otras. (…).

Son conducidas a Bayamo y alojadas en la cochera en ruinas de la que fue su casa. Entre escombros y desolación va a morir la flor más preciada de una ciudad que era un pequeño emporio de riquezas.

El médico de la plaza es autorizado para asistir a las dos muchachas. Logra la salvación de Lucila, pero Adriana está desposada con la muerte. En su último día ocurre un suceso increíble, que acelera hasta los corazones más endurecidos en el odio a los cubanos.

La moribunda abre los ojos y rechaza con horror al médico que viste el uniforme de sus enemigos.

Con voz ronca grita: –No… un español no…, yo soy una insurrecta… ¡yo ayudé a quemar a Bayamo…!
De pie, sosteniéndose trabajosamente, se yergue en la agonía. (…) los ojos se abren enormes, fijos en una visión que la transporta.

–En un caballo blanco… envuelta en nuestros tres colores… radiante… como una estrella que guía a los hombres a la lucha…

Adriana levanta sus manos que transportaron armas y balas, y tanta sangre de cubanos restañaron, como si en ellas levantara la bandera nuestra. –Mi bandera… otra vez sobre Bayamo… más alta junto al Sol…

Y de pronto, unos minutos antes de morir, entona con voz fuerte el himno que estrenó Perucho Figueredo en el parque de Bayamo.

En una cama pobre, en una cochera en ruinas, yace muerta Adriana del Castillo, a los diecinueve años de su edad. La velan un médico militar español y su madre y sus dos hermanas.
Sobre el pecho núbil ha colocado la hermanita Leonela una banderita cubana arrugada y descolorida que mantuvo prendida junto a su corazón de niña en los dos años desolados que duró el terrible destierro voluntario en la serranía de Guisa.

(Fragmentos tomados del relato Adriana del Castillo).