Por: Enrique Ojito
Cuentan que más de un fotorreportero se quedó con las ganas de atrapar para la historia la imagen de Barack Obama luciendo guayabera blanca, al descender por la escalerilla del avión presidencial el 20 de marzo pasado. No hubiera sido recomendable, porque si de algo no carece el mandatario es de asesores, menos aún de expertos en publicidad, marketing. Ver aparecer a Obama por la puerta delantera del AIR FORCE ONE con la cubanísima prenda hubiera sido una pifia de lesa comunicación, una burda manipulación que ellos, maestros en construir y reconstruir la imagen de políticos, no se hubieran perdonado.
Porque, a no dudar, desde la perspectiva comunicológica la histórica visita a Cuba del primer jefe de la Casa Blanca en los últimos 88 años corrobora cómo delinearse la imagen de un supuesto nuevo Mesías para Cuba y la región latinoamericana, a la usanza de la llamada guerra de cuarta generación, definida así por el especialista en inteligencia y comunicación estratégica, el argentino Manuel Freytas.
“Ya no se trata de una guerra por conquista de territorios —alega—; sino de una guerra por conquista de cerebros (…). El objetivo ya no es matar, sino controlar. Las balas ya no apuntan a su cuerpo, sino a sus contradicciones y vulnerabilidades psicológicas”.
En tal contexto, Obama optó por hacer las maletas y visitar Cuba. La determinación, más allá de los intereses explícitos o subrepticios que lo animaron a venir como dueño y señor de la Casa Blanca, no deja de constituir un episodio osado y riesgoso, incluso para su vida, gesto personal que debemos reconocer en un acto elemental de justicia política.
Sin embargo, ello no debe desmarcarnos de otra realidad, como acertadamente reflexiona el catedrático cubano Darío Machado, si Obama “resultara infuncional a los poderes fácticos que rigen el Estado norteamericano difícilmente habría sido elegido presidente en 2008, ni reelegido en 2011, ni habría iniciado el cambio de política hacia Cuba”.
En la antípoda del poder duro, a lo George W. Bush (2001-2009), el primer presidente afroamericano de EE.UU. ha hecho gala del SoftPower (poder blando), a través de la dinastía de lo simbólico, de la imagen, de la palabra no impuesta; sino seductora. Habría que coincidir con el Premio Nacional de Ciencias Sociales Fernando Martínez Heredia, quien define esa contienda como una “guerra cultural”, cuyo “maestro” es, claro, el gobierno de Estados Unidos.
Por ello, hay quienes —sin dejar de ponderar el impacto y la excepcionalidad del suceso— no se sienten rehenes de la sorpresa ante la conversación telefónica entre el personaje de Pánfilo —concebido e interpretado por el actor Luis Silva en el programa humorístico Vivir del cuento— y Obama. Dotado de cualidades histriónicas, al jefe de Estado se le vio dialogar distendidamente desde el mismísimo despacho oval, símbolo de la presidencia de EE.UU. y lugar donde Kennedy dio la noticia de la Crisis de Octubre.
Transmitir el video, ideado por la Casa Blanca, a pocas horas de aterrizar en La Habana la aeronave antimisil que trasladó al dignatario, constituyó un golpe magistral para conectar la figura gobernante con la audiencia cubana, si se parte de una certidumbre: Pánfilo es el personaje humorístico más popular en el archipiélago en este minuto y expresión de cubanidad.
“Truco viejo el de mis coterráneos”, hubiera manifestado con rancio inglés el sociólogo estadounidense Vance Packard (1914-1996), autor de Las formas ocultas de la propaganda, donde, al resumir las cualidades del presidente perfecto, especifica, entre otras, que debe poseer “un genuino sentido del humor” durante la búsqueda del éxito y del prestigio social.
Truco viejo, pero efectivo. El video de marras, publicado por www.cubadebate.cu, tuvo récord de descargas en Youtube y en Facebook: más de 60 000 vistas en la web de videos en menos de 12 horas de insertado en Internet, y más de 40 000 en FB.
La publicación de otro audiovisual este jueves donde Obama juega dominó con parte del equipo de actores de Vivir del cuento y se alude a la política arcaica del bloqueo económico, comercial y financiero de modo inteligente y distante del panfleto nos devuelve a un mandatario carismático y natural.
Porque a diferencia de gobernantes estadounidenses anteriores, de caras adustas, este hijo de padre keniano y madre norteamericana es pródigo en afabilidad, expresivo, evita engolar al dirigirse al auditorio. Transmite seguridad y confianza; en fin, ¿quién pondría en entredicho su capacidad de comunicador? Amplio es su repertorio para cautivar, que en ocasiones desdibuja las fronteras entre su sinceridad y las segundas intenciones. Estudiosos se han detenido, igualmente, en la actuación relevante de su esposa Michelle en la campaña electoral que lo catapultó al sillón presidencial en el 2008.
El imperio norteamericano se ha convertido en el señor de los símbolos, apunta el catedrático y periodista Ignacio Ramonet. Y en esa línea de pensamiento, Obama se vendió en Cuba como el ícono de lo posible en los dominios de EE.UU.: un niño afroamericano, criado por una madre soltera, sin mucho dinero en el bolsillo, conquistó el cargo más alto de la nación.
Ni corto ni perezoso lo recalcó quien decidió súbitamente retratarse en la Plaza de la Revolución con la figura del Che —símbolo del antiimperialismo y del hombre nuevo— a sus espaldas. ¿Cómo interpretar ese acto inesperado del dignatario que en la jornada siguiente pidió hacerle la sepultura de por vida a las casi seis décadas de conflicto entre ambos países, en su discurso en el Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso, ejercicio clásico del denominado poder blando?
¿Estaremos viendo fantasmas donde no los hay? En su despliegue de oratoria ese día, ¿su apelación a otro ícono como José Martí, rosa blanca de por medio, resultó un simple componente retórico u otro ardid manipulador? ¿Tendrá doble lectura la exaltación al peluquero Papito Valladares, del barrio habanero Santo Ángel, como referente de cuentapropista de éxito? Para mí, Obama no pudo ser más literal en sus intenciones de persuadirnos.
Por supuesto, en su discurso no omitió las “aguas azuladas” del Estrecho de la Florida, como elemento simbólico de unión y separación —vaya paradoja—; pero su alusión no fue tan manipuladora como los casos, con nombres y apellidos, de familias divididas entre una y otra orilla, en gran medida hoy por la carencia económica existente aquí, hija legítima del bloqueo estadounidense.
A pocos minutos de abrirse la puerta delantera del Boeing 747-200, el gobernante publicó en Twitter: “¿Que bolá Cuba?…”, una de las tantas expresiones populares a las cuales recurrió no fortuitamente. Demasiados tanques pensantes rodean al mandatario, cuyo mérito de haber revolucionado los nexos entre La Habana y Washington no me atrevería a cuestionar, incluidos los beneficios prácticos para las dos partes que emergerán. Sin embargo, al menos yo, no pecaría de candoroso.
Los miembros de su gabinete lo han dicho y redicho; también el propio Obama, quien en el 2013 lo subrayó en Miami: “Y tenemos que ser creativos (…), más cuidadosos. No tiene sentido la idea de que las mismas políticas puestas en marcha en el año 1961 serían de alguna manera todavía eficaces hoy (…), reconocemos que los objetivos siempre van a ser los mismos”.
Me asiste la certeza de que el inteligente Barack Obama no se aventuraría a exclamar a su retorno a tierra norteña: “Vine, vi y vencí”, como se vanaglorió Julio César ante el Senado, luego de su rápida victoria en Ponto, reino del Asia Menor. La de ahora es una guerra marcadamente simbólico-cultural. Por ello, recuerdo —salvando contextos y distancias— el antológico grafiti argentino: “Nos están meando y hay quienes piensan que está lloviendo”.
(Tomado de Escambray Digital)