Demajagua y los más puros misterios del alma cubana

Todos se consideran hijos de la patria; la patria, para los cubanos, tiene un nombre: Cuba. Foto: Yunier Jiménez Quintana

Los estallidos revolucionarios de 1868 y 1869 eran consecuencia de un largo, ascendente y contradictorio proceso de maduración y conformación del sentimiento y del pensamiento estructurador de la nación cubana

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Los estallidos revolucionarios de 1868 y 1869 eran consecuencia de un largo, ascendente y contradictorio proceso de maduración y conformación del sentimiento y del pensamiento estructurador de la nación cubana. No eran el resultado de una rebelión espontánea, hija más de la desesperación desarticulada y carente de programa político. Menos aún eran el resultado de un ahogado grito de dignidad. Lo que se inició en 1868 fue una Revolución caracterizada por tener un sustrato cultural, espiritual y social definido en la comprensión de la existencia de los componentes propios de un pueblo que se reconocía a sí mismo y, a partir de ello, aspiraba al espacio político y a las transformaciones sociales que le dieran luz propia en el panorama universal.

Como Revolución, le eran inherentes una concepción y un programa político unificador en un proyecto que respondiera a las necesidades reales de una sociedad sometida no solo al colonialismo sino, tan importante, a la mentalidad colonizada y esclavista. Era ruptura con la opresión al cuerpo y al espíritu de un pueblo emergente.

El hecho de que el movimiento revolucionario estallara a finales de la séptima década del siglo xix le otorgó al proyecto emancipador contenidos nuevos resultantes de las experiencias, del conocimiento y de las nuevas ideas y proyecciones científicas que habían estado en ebullición durante etapas definitorias del siglo decimonónico. En particular, tres movimientos internacionales fueron esenciales en la visión, en Cuba, de un nuevo universo social y político. En el campo científico habían surgido nuevas teorías que variaron los contenidos con respecto a las primeras revoluciones del siglo. El positivismo, el evolucionismo, los tanteos del pragmatismo y las ideas socialistas tenían fuertes influencias en la estructuración del pensamiento. En lo político, la primavera de los pueblos, las revoluciones de 1848, radicalizaron el pensamiento político y social. Del liberalismo surge una tendencia radical y adquiere sus perfiles el movimiento socialista. La tercera corriente a destacar es el romanticismo decimonónico con la exaltación de los valores humanos y la idealización de los sueños de un hombre y un mundo mejor. La idea de progreso unía frente al estatismo conservador.

Una concepción le otorga unidad al movimiento revolucionario. La misma conforma una totalidad interactuada que tiene como figura principal el desarrollo de una conciencia republicana, laica y democrática. De ello se pueden colegir las diferencias entre un mundo liberado y su contraposición sojuzgadora: primero, la república frente a la monarquía; segundo, la sociedad laica frente al absolutismo religioso (la libertad de conciencia frente al absolutismo católico); tercero, la soberanía del pueblo frente a la soberanía del monarca; cuarto, la igualdad social frente a la estamentación social.

El sello más ominoso de la desigualdad social, en el caso específico de Cuba, era la esclavitud, lo que le confiere características diferentes de los proyectos emancipadores europeos, que no contenían este componente social. Muchos de los iniciadores del movimiento independentista hicieron este juramento del Gran Oriente de Cuba y Las Antillas, entre ellos Carlos Manuel de Céspedes, Pedro Figueredo, Francisco Vicente Aguilera, Ignacio Agramonte y Salvador Cisneros Betancourt: «Juro por mi honor guardar inviolable mis obligaciones, sostener el principio de la igualdad social y hacer cuanto pueda en lo humano para la rehabilitación de las clases proletarias y la abolición de todo fuero, privilegios y división fundada en la nobleza de la cuna, el oficio y la riqueza». Este principio conformó uno de los artículos de la Constitución de Guáimaro.
El fondo común de los «Hombres del 68», como los llamó Máximo Gómez, significaba una nueva visión en la cual la figura del ciudadano de la República –contrapuesto al súbdito del rey–, deseadamente culto, con deberes y derechos ante la República, conformaba, en su conciencia, el verdadero sentido de la libertad, la cual exige el cumplimiento de las obligaciones con el conjunto de la sociedad y, a la vez, el disfrute de la libertad, como base inalienable del humanismo que orienta el conjunto de acciones del hombre.

La idea patriótica fue sembrada por pensadores y poetas. Félix Varela y Morales y José de la Luz y Caballero, entre los primeros; José María Heredia y el Cucalambé, entre los segundos. Ella tenía, como contenido y continente, ese universo libertario, en lo individual y colectivo, fundamentado en un ideal de mejoramiento humano y social. Tenía, como compañero inseparable, el «conócete a ti mismo» del cubano. La Revolución de los Poetas cultivó durante décadas el sentimiento y el amor por los valores propios. La Revolución de las Ideas produjo el proyecto revolucionario que fragua en el 68. Para este último año en toda la Isla se conspira, no solo por razones económicas, sino también por una toma de conciencia patriótica que no tiene límites en la entrega. Riquezas, familia y la propia vida son ofrendas generosas de los cultivadores del patriotismo. Todos se consideran hijos de la patria; la patria, para los cubanos, tiene un nombre: Cuba.

Desde 1862 hay un activo movimiento que va conformando núcleos conspiradores en las más importantes ciudades y pueblos del país, desde Oriente hasta Occidente. Estos movimientos, por lo general desarrollados en logias masónicas del Gran Oriente de Cuba y las Antillas, tienen sus líderes locales o regionales. Los más destacados son los de Bayamo, Puerto Príncipe (Camagüey) y Las Villas. Antes del 10 de octubre, y después, hay grupos insurreccionales en diversos lugares de la Isla; en Bayamo, Luis Figueredo, y en Puerto Príncipe, Bernabé Varona (Bembeta). El Grito de Demajagua es la chispa que enciende los campos y ciudades cubanos. El 4 de noviembre del mismo año 1868 se insurrecciona el Camagüey en el paso de las Clavellinas; en San Gil, en febrero del 69, lo hacen los villareños. La Habana es un hervidero de jóvenes y no tan jóvenes, independentistas; la represión en la capital de la Isla adquiere perfiles dramáticos.

Pronunciamientos los hay tanto en Pinar del Río como en Matanzas.

Las divisiones en la génesis producen los primeros fracasos. En enero del 69 los bayameses deciden incendiar la ciudad antes que rendirla a las fuerzas españolas. He ahí el nacimiento de una de las más desgarradoras páginas de las guerras de independencia. Familias completas, después de quemar sus casas, se refugian en plena manigua.

Hambre, sed, enfermedades y dificultades de todo tipo se ciernen sobre ellas. Sin embargo, las figuras fundadoras se mantienen en el empeño patriótico. Cuando Antonio Maceo y Grajales, levantado en armas dos días después de Céspedes, un Hombre del 68, realiza su histórica Protesta de Baraguá, no aparecen los nombres de la mayoría de los líderes iniciales de la insurrección. Ellos habían muerto en el empeño libertador.

Los tres iniciadores de la conspiración en Bayamo, Francisco Vicente Aguilera y Tamayo, Pedro Figueredo Cisneros y Francisco Maceo Osorio habían muerto, el primero en el exilio, el 22 de febrero de 1877; el segundo, fusilado el 17 de agosto de 1870, y el tercero en la manigua, el 16 de noviembre de 1873. El hombre de Demajagua, Carlos Manuel de Céspedes y del Castillo, en desigual combate, había dado su vida el 27 de febrero de 1874. Donato Mármol, el jefe del Ejército Libertador en Oriente, muere con solo 27 años, el 22 de julio de 1870. Del heroico Camagüey, habían muerto en combate o fusilados Bernabé de Varona Borrero (Bembeta), el 3 de noviembre de 1873, también de 27 años; Ignacio Agramonte y Loynaz, el 11 de mayo de 1873; Eduardo Agramonte Piña, en 1872. Las principales figuras del alzamiento villareño, Miguel Gerónimo Gutiérrez, Antonio Lorda, Eduardo Machado, Tranquilino Valdez y Federico Fernández Cavada habían muerto entre 1870 y 1871, con excepción de Eduardo Machado, que falleció en 1877. Todos ellos sacrificaron la tranquilidad del hogar, la riqueza, la familia y la vida consecuentes con su ideario independentista.

Este fue parte del llamado patriciado criollo que gestó el estado independiente que diera plenitud a la nación «con todos y para el bien de todos». Fue el campamento mambí el que fundió los diversos componentes de la sociedad cubana, entre ellos a los negros criollos. Significativo fue que naciera en el negro bozal, oriundo de África y distante de las costumbres del criollismo tradicional, el amor por la tierra a la que llegaron con cadenas y en la que el grito libertario rompió las ataduras esclavistas.

Allí fundieron sus necesidades de libertad individual con el ansia de los libertadores de Cuba.
Si heroica fue la entrega de estos hombres extraordinarios, quedaría un importante vacío, para comprender la magnitud del sentimiento independentista cubano, si no se expresara que fueron las mujeres –madres, hijas, esposas– las compañeras inseparables en el sacrificio. Un simple ejemplo. Luz Vázquez, la bella mujer que inspiró la Bayamesa de Fornaris, Céspedes y Castillo, quema su casa y se adentra en la manigua, viviendo perseguida por las fuerzas colonialistas, sin tener nada más que tubérculos y frutas silvestres para alimentarse. Muere en absoluta pobreza sin haber cumplido 40 años, después del deceso de dos hijos varones, Pompeyo y Francisco, así como de ver morir a sus hijas Adriana y Lucila. Adriana, antes de perecer a causa de fiebre tifoidea, entonó las notas del Himno de Bayamo.

Entremos en profundidad en «los más puros misterios del alma» cubana, según el deseo de José Martí. Demajagua, la chispa; Cuba entera, la hoguera de luz y calor en la que se fraguó la nación. Quizá, por esos andares, descubramos la génesis de lo mejor de nosotros.

(Tomado de Granma digital)