Por: Rafael Novoa Pupo
En La Habana de 1870, bastaba ser cubano y no manifestarse a favor de España, para convertirse en sospechoso del cuerpo de voluntarios y de la policía, que no tenían limitación legal alguna para hacer que fueran sancionados con la muerte o largos años de cárcel, quienes eran víctimas de acusaciones amañadas o reales de conspiración.
La capital era posiblemente el lugar donde el poder colonial contaba con la más alta cantidad de efectivos del ejército español, y órganos represivos con una intrincada red de informantes, encargado de vigilar a la población cubana.
Ese sería el opresivo contexto, en el cual un adolescente de 17 años, llamado José Martí Pérez, desarrolló su vocación patriótica, y se inició en la lucha por la libertad de su Patria, con incompleta incapacidad de ocultar o simular sus verdaderos sentimientos, lo cual le llevó a desafiar a riesgo de su vida directamente a las autoridades hispanas.
Durante un registro en la casa del amigo de Martí, Fermín Valdés Domínguez, fue encontrada una carta dirigida a un condiscípulo alistado en las fuerzas de voluntarios al que preguntaban si conocía la pena que aplicaban los antiguos a los apóstatas o traidores, lo cual la justicia interpretaba como amenaza de muerte a un uniformado, y era punible con la pena máxima, aunque por la similitud de la letra de los amigos, no se podía determinar el autor de la misiva.
Le tocó al teniente coronel peninsular Francisco Ramírez y Martín, ser el presidente del tribunal que procesó a ambos acusados, quienes le impresionaron con sus tenues apariencias de estudiantes adolescentes sin más experiencia de la vida que las adquiridas en las lecturas escolares, y pensó que solo bastaría amenazar con la muerte para que se inculparan mutuamente por la elaboración del texto, pero se equivocó, y su severidad se trastocó en asombro.
Ambos acusados, se declararon responsables de la misiva, pero el ímpetu de las palabras de Martí, convirtió el juicio en una tribuna de independentismo, y convenció al tribunal de ser el autor de la nota.
Fue así, que el 4 de marzo de 1870, José Martí fue condenado con trabajos forzados a seis años de prisión, donde al llegar allí le raparon su cabello, vistió un tosco traje de presidiario con sombrero negro, y le remacharon a la cintura y al pie, los grilletes que dejarían una huella indeleble en su cuerpo.
Martí pasó a ser el preso número 113 de la Primera Brigada de Blancos de la Real Cárcel y antes de salir el sol marchaba junto con los demás condenados por el camino cerca de la costa a recorrer en silencio, solo interrumpido por el tintinear de las cadenas de los grilletes, los más de dos kilómetros que los separaban de las Canteras de San Lázaro.
Tiempo después el Apóstol escribió la más vibrante denuncia al sistema penitenciario español en su colonia contenido en su texto El Presidio Político en Cuba, en el que compara el infierno con lo sufrido en su Patria.
“Dante no estuvo en presidio. Si hubiera visto desplomarse sobre su cerebro las bóvedas oscuras de aquel tormento de la vida hubiera desistido de pintar su infierno. Las hubiera copiado y lo hubiera pintado mejor», apuntó en su testimonio.
En su suplicio, Martí comprobó el amor de su padre y muy probablemente se sanaron para siempre las heridas de la incomprensión del viejo Mariano a sus ideales, cuando tratando de aliviar sus heridas en un pie, provocadas por el hierro de los grilletes, le colocó unas almohadillas enviadas por la madre y comenzó a llorar abrazado a las piernas, a pesar de los intentos de su hijo por consolarlo.
De aquellos primeros días en la cárcel, dejó para la posterioridad una de los más bellos versos que reflejaron su indomable amor por la patria y sus progenitores cuando le escribió a su mamá al dorso de una foto en traje de preso en la que le ratificaba sus ideales y le decía:
“Mírame madre, y por tu amor no llores: Si esclavo de mi edad y mis doctrinas, Tu mártir corazón llene de espinas, Piensa que nacen entre espinas flores.”
Meses después, culminó la estancia de Martí en la prisión por gestión de sus padres ante el rico catalán y amigo de la familia José María Sarda, quien intercedió por el joven ante las autoridades.
Se le permitió primero un traslado a la prisión de La Cabaña, y después a la hacienda El Abra, propiedad del noble ibérico en la entonces Isla de Pinos, quien de esa forma le salvó la vida porque por su delicado estado de salud no hubiera sobrevivido mucho más tiempo en el presidio. En enero de 1871 fue deportado a España.
En ese país, el joven independentista inicio una nueva etapa de su existencia, a quien la prisión colonialista lejos de quebrarlo, fecundó en él la recia personalidad de quien conduciría a su patria a la Guerra Necesaria de 1895, con la que se abrió una etapa decisiva del proceso de liberación cubano, de más de un siglo. (Con información de Agencia Cubana de Noticias y Ecured).