Con la más poderosa tradición alfarera en Trinidad, en la provincia de Sancti Spíritus, esta familia mantiene unos cinco talleres de fabricación y comercio
Asegura un censo de 1846 que en la villa de la Santísima Trinidad ya vivían 25 alfareros con sus rústicos tornos movidos por el pie y el terco embadurnado del barro de las cuevas cercanas. Sin embargo, la familia Santander, dueña de la más poderosa tradición de ese arte en la ciudad, cuenta que la suya nació un poco después.
A fines del siglo XIX, en uno de los barrios más alejados, un inmigrante español le entregaba pacientemente las claves de la alfarería a un joven de esta estirpe. La primera instalación, que se anunciaba como Taller Santander, fábrica de obras huecas y materiales de construcción, resultaba decisiva para proveer a la comarca de tejas, ladrillos y cal. Más tarde también empezaron a elaborar jarrones, tinajas, filtros para agua, porrones y macetas.
Secretos de lo perdurable
Aquel alfarero originario era el tatarabuelo de Neidis Mesa Santander —la única mujer de este apellido que disfruta los placeres de domar el barro— y el tronco de una tradición que ya hoy anda por la sexta generación y mantiene cinco talleres para la elaboración artística de sonajeros, platos, búcaros, jarras y vasijas decoradas, todo de notable demanda en el turismo internacional.
A los cinco años ya ella manejaba con destreza el torno que su padre le había hecho y moldeaba pacientemente animales fabulosos, mariposas, ánforas o cestos de flores que regalaba por puro placer a sus amiguitos. «Las mujeres de la familia decían al principio que estaba loca; sin embargo, yo sabía que esto se había hecho para mí. Primero pensé estudiar Arquitectura y pasé un año en la Escuela de Arte, pero no me podía despegar.
«Antes todos trabajábamos en el taller El Alfarero, creado por mis ancestros y que en 1962 pasó al Estado. Allí más del 80 por ciento de la plantilla era de la familia, pero con el período especial pasamos a artistas independientes; somos miembros de la Asociación Cubana de Artesanos Artistas (ACAA) y nos vinculamos al Fondo Cubano de Bienes Culturales (FCBC). Mantenemos contratos con ARTEX y tiendas de artesanía, y participamos en ferias, salones y exposiciones aquí en Trinidad y en La Habana, fundamentalmente».
La familia, que en su mayoría recibió el Premio a la Maestría Artesanal del Centro Nacional de Artesanía del FCBC en 2006, ha defendido durante más de un siglo un arte nacido en los albores mismos de la humanidad y que actualmente en Cuba también conserva notable arraigo en Camagüey y La Habana. En Trinidad hablar de alfarería remite al clan de los Santander: Oscar, Chichi, Azariel, José Enrique y ella misma. En sus casas han creado una especie de galerías-taller donde acuden decenas de turistas atraídos por el sabor de la tradición.
A Neidis le gusta experimentar; es la única que aplica un proceso de terminación llamado vidriado, con un tratamiento de esmalte que se cristaliza en el horno y aparece como un barniz sobre las piezas. Muchas veces sus obras llevan ese toque menos comercial y más artístico, que se inspira en motivos precolombinos mayas, aztecas e incas, para hacer por encargo murales de cerámica que decoran paredes de vestíbulos de hoteles, restaurantes y cafeterías, como la ambientación que se puede apreciar en el hotel La Ronda.
—Dicen que este trabajo resulta rústico para una mujer. ¿Qué encuentras de arte en la alfarería?
—Este parece un trabajo sucio y rústico. Existen muchos tabúes, pero a mí me gusta y me resulta agradable eso de hacer con mis manos una vasija donde luego puedes beber o ponerla en un rincón de la casa como adorno. Yo no me enfango tanto como los hombres. Este oficio es duro; se siente mucho calor porque constantemente hay que echarle leña al horno y estar pendiente todo el tiempo de las piezas. Es un proceso largo, que necesita mucha voluntad y constancia.
«La cerámica y la alfarería han sido discriminadas dentro de las artes plásticas; a veces te ven como la persona que hace cacharros, pero yo lo aprecio de forma diferente, porque esa misma jarra o cacharra la puedes trabajar, darle una terminación y ofrecerla más artística y utilitaria. Me siento orgullosa de vivir de lo que hago».
El camino del barro
Cuentan los anales de este linaje que la bisabuela Consuelo planchaba y almidonaba pacientemente el pantalón blanco de hilo del bisabuelo Rogelio y cada lunes él —para evitar continuas preocupaciones— desde que llegaba al taller se embarraba las manos en el agua sucia de la semana anterior y se las secaba en la ropa. Por suerte, ella nunca se enteró de tan tajante pragmatismo.
El camino del barro nace en cuevas. Lo traen como tierra al patio y lo primero es purificarlo con una malla para quitarle piedras y hojas. Luego lo secan para desprenderle el agua y cuando se pone duro como una pasta le dan forma de pelotas de plastilina y nacen así las llamadas pellas, listas para trabajar. Las piezas se elaboran en el torno o a mano, y los colores surgen por la suma de óxidos metálicos como manganeso, cobalto, cromo, hierro y zinc que se agregan en forma de pasta antes de cocinar la obra y dan una superficie mate, lisa, en un proceso conocido como bruñido o satinado.
«Esta es la técnica que utilizan los Santander, porque resulta muy primitiva, lleva una sola cocción y no sale tan costosa como el esmalte o vidriado. Mi papá, Pepe Mesa, no lleva este apellido, pero se graduó de técnico en cerámica y, además de hacer los tornos con mi hermano, prepara barros coloreados o engobe, que es la pasta de arcilla que se aplica a los objetos antes de cocerlos; es como el químico de la familia».
Después de hechas, las piezas se colocan durante una semana en los estantes para el secado; más tarde pasan al horno, donde reciben una primera cocción a unos 800 grados durante dos o tres horas.
—¿Nunca te has quemado?
—Algunas veces, pero nada importante.
En sus habitaciones coloniales —originalmente decoradas con una cama antiquísima, una bruja cabalgando en su escoba, un seno de mujer en un cuadro a discretos tonos o una insignificante figurilla primitiva de paja—, Neidis pretende desarrollar ahora un proyecto personal llamado La casita de barro.
Además, entre sus planes a corto plazo se cuenta la labor comunitaria, para mantener la tradición con niños de la cercana escuela Marcelo Salado.
Los Santander, dueños del reinado del barro en Trinidad, con sus obras ya dispersas por medio mundo, no ocultan los secretos de lo perdurable y ocuparon todo un pabellón en la Feria Internacional FIART 2008. Para ella, Oscar, Chichi o los demás, la fórmula nace del orgullo y el compromiso con la familia, ese apego por la alfarería, la lealtad hacia el trabajo y la creatividad, sin esquivar una sólida tradición que los sobrevive como su más preciado patrimonio. (Tomado de Juventud Rebelde)