Guardianes en el silencio (+ fotos)

La novel hornada incursiona también en el rescate y conservación de piezas de porcelana y cristalería. (Fotos: Carlos L. Sotolongo/Escambray)
Foto: Carlos Luis Sotolongo

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Sin sacudirse todavía el anonimato que le ronda hace más de tres décadas, el equipo de restauración de Trinidad continúa su labor de rescate y salvaguarda del patrimonio en la villa

Un pincel devuelve las tonalidades palidecidas por el tiempo, la silueta desfigurada por la humedad, los extintos bríos a la fuente con frutas exóticas, repetida una y otra vez en las paredes de la otrora residencia aristocrática. Silencio, concentración absoluta, pulso firme… un movimiento en vano y serían muchas las consecuencias. El pincel, en manos del joven restaurador, hace el milagro.

Meses después de la llegada del arquitecto para dictaminar las afectaciones del muro, de la intervención de los albañiles para resarcir las heridas y de los brochazos de los pintores, entran al ruedo una suerte de reparadores de sueños (por aquello de trocar lo sucio en oro), dispuestos a dar el toque final, donde se restituye el esplendor.

Como mismo se difuminan las pinturas murales con el transcurso de los siglos, el equipo de restauración de Trinidad ha debido acostumbrarse a ver opacado su quehacer y lidiar con la ingratitud de muchos, acaso porque desde la misma génesis ya le acechaba el olvido. Vestido con uniforme de restaurador, Vitrales intenta rescatar las memorias de estos buscadores de tesoros ocultos.

La escasez de recursos no constituye obstáculos para el equipo de restauración.
Foto: Carlos Luis Sotolongo

EN EL INICIO
Década del 70 del pasado siglo. Las hermanas Elvira y Martha Gallardo desandan las calles trinitarias “reclutando” talentos, egresados de la Escuela de Oficios o autodidactas, para impulsar la recuperación de las creaciones artísticas que siglos atrás contribuyeron a la opulencia de las edificaciones de los sacarócratas, devenidas entonces instituciones culturales.

“Parecían hormiguitas locas —recuerda Rosario de las Mercedes Peña González, quien integró el gremio durante dos años—. Yo era graduada en Pintura de la escuela de manualidades y oficios. Trabajé en la actual Galería de Arte. Elvira y Martha habían recibido uno cursos en La Habana y eran quienes nos enseñaban. Había que subirse en andamios, así que te imaginarás las expresiones de la gente cuando veía que eran mujeres las que realizaban un trabajo así”.

Una vez en la obra, los designios de la restauración hacían el resto. “Era algo que te atrapaba inexplicablemente —alude Rosa Diez Giroud—. Era vivir para eso. No solamente intervenimos en el Centro Histórico, sino en casas haciendas del Valle de los Ingenios como Guachinango. Yo me levantaba todos los días de madrugada, viajaba en camión hasta allá. Han pasado tantos años y todavía no he encontrado algo tan bello como la neblina del amanecer en el valle”.

Ya desde entonces el ingenio femenino asomaba ante la ausencia de recursos. “Un día me cayó una bolita de ateje blanco —continúa Rosa—. Se me ocurrió ponerlo a fuego lento, colarlo hasta obtener un pegamento. Luego lo llevé con un químico amigo mío para que le agregara algo para alargar su vida útil. Al final, con aquella locura fijamos las pinturas murales”.

De a poco la luz regresó a las paredes opacadas, pese a la escasez de recursos e incentivos. “Era un trabajo anónimo —explica Carmen Luisa Font Zerquera—, ajeno casi siempre a los reconocimientos públicos. No solamente restauramos pinturas murales, sino aplicamos tratamientos a paredes agrietadas, madera en mal estado, etc. Con el período especial los abastecimientos, que nunca fueron muchos, disminuyeron bastante, pero encontrábamos una solución para todo. Si escaseaban los pinceles, desmembrábamos uno grande para hacer varios chiquitos y cosas así”.

A base de hechos se labró el prestigio del equipo que, aunque contó con la representación masculina de Carlos Enrique Herr y Gilberto Medina, entre otros, siempre tuvo mayor representación femenina. Unos abandonaron el camino; a otras el tiempo las obligó a desprenderse de la restauración. Mas, ya Martha y Elvira —con la capacidad premonitoria que dicen tener las mujeres— habían sembrado la semilla del relevo en un joven aprendiz.

Con una mayor presencia masculina en la actualidad, los aprendices también restauran muebles con alto grado de valor patrimonial.
Foto: Carlos Luis Sotolongo

RESTAURACIÓN DE VANGUARDIA

Si alguien conoce la historia del equipo de restauración es Gilberto Martínez Iborra, no por su condición de director, sino por haber sido primero alumno y ahora, maestro.

“Yo trabajaba como extra en una película, pasé por el palacio Cantero y vi a Martha Gallardo restaurando una columna. Ese día descubrí mi vocación”, comenta.

Ahora lidera la tercera generación de restauradores en la villa; ejército integrado por nueve trabajadores, graduados de la extinta escuela de arte, de la Escuela de Oficios de la Oficina del Conservador o de la escuela de Instructores de Arte en la manifestación de Artes Plásticas, donde la experiencia de algunos como Elisa Ramírez Zúñiga, con más de una década de labor, comulga con la avidez de aprendizaje de Dailis Yzarra Barrizonte, la última en sumarse al equipo, hace apenas dos meses.

“No se trata solo de enseñar las técnicas de restauración o las distintas intervenciones de acuerdo con el estado actual del objeto de obra, sino de motivarlos a investigar y demostrarles que ellos también están haciendo historia. Detrás de cada obra debe existir mucha preparación, aquí los errores se pagan muy caro. Un mal procedimiento puede ocasionar daños de por vida”, apunta Ramírez Zúñiga.

Ya el Museo de Historia, el Romántico, incluso edificaciones de Cienfuegos, Villa Clara o La Habana han vuelto a resplandecer gracias a las manos de los noveles restauradores.

“Se necesitan mucha paciencia y observación. Las decoraciones murales en nuestra ciudad son, en su mayoría, populares. Solo los más ricos pudieron darse el lujo de pagar a artistas de renombre. El resto llevaron a cabo los procedimientos con productos fabricados a partir de nociones elementales de química y el tratamiento del color. Eso exige mayor estudio por parte de los conservadores. Por eso nos basamos, fundamentalmente, en técnicas tradicionales”, acota el director.

La paciencia constituye ingrediente fundamental para convertirse en un restaurador de excelencia.
Foto: Carlos Luis Sotolongo

Sin embargo, la indolencia de los moradores echa por tierra, en solo días, meses de esfuerzo. Bien lo sabe Ernesto Alejandro Villafaña, de 26 años. “Todavía nuestro trabajo no se reconoce como debería. Uno puede pasarse meses en un edificio, y luego viene alguien y apoya el zapato en la pared o deja basura. Esa falta de atención daña más que la humedad o las alteraciones de los colores porque son acciones que dependen de los hombres”.

La reciente entrega de una sede parece, al menos, poner fin al carácter itinerante del equipo, que también se adentra en el universo de la carpintería y la restauración de piezas museables. Aun cuando pasen desapercibidos, añoran seguir escalando peldaños en la superación profesional; les basta enfilar la mirada al Centro Histórico, perderse en las haciendas del valle para comprobar cuánto bien hacen a diario al tomar el pincel, la espátula, la paleta de colores… para desterrar la tristeza y la desolación en el más absoluto silencio. (Tomado de Escambray Digital)