Un sitio entrañable de los trinitarios y de miles de visitantes extranjeros clama por mejores tiempos y revivir instantes de regocijo, reuniones, amores y amistades
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Por: Ana Martha Panadés Rodríguez
De olores tiernos y jazmines, de requiebros amorosos, de algarabía infantil se hacen los recuerdos que los trinitarios guardamos del parque Carlos Manuel de Céspedes, un lugar de encuentros, risas, y esperanzas, pese a que la COVID-19 nos lo muestra a distancia por estos días.
Desde que nació, a principios del siglo XIX, este espacio público acompaña a los lugareños en su apacible complicidad. Cada quien lo lleva dentro con un significado muy íntimo, pero todos amamos su encanto y su presunción de trascender el tiempo.
Las cintas que hoy limitan el paso al parque por una razón mayor: la amenaza del nuevo coronavirus, no pueden en cambio contener la nostalgia por las tardes en que el alboroto de los niños acompañaba la charla de los abuelos, la rutina –que tanto se extraña hoy-de los padres en espera del fin de la jornada de clases, el ir y venir de los turistas embelesados con la magia de esta urbe cosmopolita, los besos y las promesas de amor de los enamorados, el poder de la internet.
Antes fue la plaza Carrillo, la más extensa en esta urbe. Según apuntes de la doctora Alicia García Santana, en tiempos de la República tomó el nombre de Céspedes al colocarse un busto del Padre de la Patria en uno de sus jardines. En 1928 se colocó el alumbrado eléctrico y al año siguiente se construyó una glorieta de mampostería. Se convirtió en el centro de la vida moderna de Trinidad.
Su forma describe un rectángulo de variados diseños a lo largo de toda la historia y atravesada por hermosos jardines que dan vida a su glorieta. Del centro se levanta altiva, desde el año 1840, una impresionante pérgola de hierro fundido. La estructura metálica, cubierta de enredaderas y flores, devino el símbolo por excelencia del parque.
La pérgola posee singular esbeltez y guarda en su diseño las influencias estilísticas del movimiento arquitectónico extendido en Europa a mediados del siglo XIX. Estas grandes obras de hierro y vidrio llegaron a nuestra tierra para ser reinterpretadas e insertadas en el contexto urbano de aquella época.
La mole de hierro forjado que por venganza de la naturaleza ha cedido dos veces a la cólera de vientos huracanados, tiene forma de cúpula y fue realizada por el herrero y fundidor francés José Giroud.
Los textos sobre la historia de la villa dan fe que este maestro herrero y fundidor estableció su taller en Trinidad hacia el año 1819. De sus manos nacieron también campanas monumentales, relojes de sol fundidos en bronce y hasta el controvertido proyecto de abastecer a la ciudad de agua en la primera mitad del siglo XIX.
De cualquier lugar que se le mire, está allí, desafiante y esbelta como siempre, la pérgola de nuestro parque, que adorna de verde y campanas florecidas el entorno citadino, anunciado el renacer eterno de la vida en Trinidad.